lunes, agosto 24, 2009

Una lectura feminista sobre Acteal



R. Aída Hernández Castillo. La Jornada. 23 de agosto, 2009

El fallo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en torno al caso Acteal no hizo más que confirmar el desprestigio del Poder Judicial en México, ganado a pulso mediante una larga lista de resoluciones en contra de los movimientos sociales y en complicidad con los sectores del poder: protección a los genocidas del 68, a los gobernadores represores en Puebla y Oaxaca, a los paramilitares de Acteal; paralelamente rechazo a las controversias constitucionales de los pueblos indígenas, a las denuncias de Lydia Cacho, a los sobrevivientes de los movimientos estudiantiles del 68 y del 71.

Como feminista y como antropóloga jurídica, recorro cada uno de estos casos de impunidad y me llama la atención la manera en que la violencia hacia las mujeres sigue siendo legitimada y reproducida por el aparato de justicia, a pesar de todos los acuerdos internacionales firmados por el gobierno mexicano en los recientes diez años y de todas las leyes aprobadas para prevenirla y sancionarla, parecemos estar en el mismo punto que hace casi 12 años cuando se llevó a cabo la masacre de Acteal. En ese entonces, un grupo de feministas que trabajábamos en la zona y que teníamos conocidas y amigas entre las mujeres asesinadas en Acteal, nos dimos a la tarea de recopilar testimonios de las sobrevivientes y de reconstruir desde una perspectiva de género la historia de la paramilitarización de los Altos de Chiapas. Estábamos movidas por una profunda tristeza e indignación ante la violencia con la que fueron masacrados hombres, mujeres y niños, pero también por la convicción de que no era un caso aislado de violencia intracomunitaria, sino parte de una estrategia más amplia de guerra de baja intensidad en la que los cuerpos de las mujeres se estaban utilizando como campo de batalla.

Cuando nos dimos a la tarea de escribir La otra palabra: mujeres y violencia en Chiapas, antes y después de Acteal, reaccionábamos también ante la indiferencia con la que se manejó la violación por parte de militares de las tres hermanas tzeltales Méndez Sántiz, el 4 de junio de 1994; la violación por parte de paramilitares de Silvia, Lorena y Patricia, tres enfermeras que trabajaban en San Andrés Larráinzar, el 4 de octubre de 1995; de la violación y tortura por parte de policías judiciales de Julieta Flores, activista de la Unión Campesina Popular Francisco Villa, el 15 de diciembre de 1995; la violación en la zona de los lagos de Montebello, el 26 de octubre de 1996, de Cecilia Rodríguez, activista chicana pro-zapatista y presidenta de la Comisión Nacional por la Democracia en México. Estos casos, todos denunciados y documentados, cuyos perpetradores nunca fueron castigados, nos llevaron a pensar que no era casualidad que la violación sexual y la violencia contra las mujeres estuvieran siendo utilizadas como arma de represión tanto por grupos paramilitares como por el propio Ejército Federal, ni que hayan sido mayoritariamente mujeres las asesinadas en la masacre de Acteal. La participación política de las mujeres indígenas las había convertido en una amenaza, tanto para las estructuras de poder comunitario, como para los grupos de poder estatal y nacional. Paralelamente, las ideologías patriarcales que ven a las mujeres como depositarias del honor familiar, hacen que en muchos contextos de guerra el ataque y la violación a las mujeres sean vistos como un ataque a los hombres del grupo enemigo. El grito de ¨Hay que acabar con la semilla”, enarbolado por los paramilitares al atacar a las mujeres embarazadas en Acteal, expresa mucho del contenido patriarcal de estas prácticas de guerra. La ideología compartida por un amplio sector de la población de que las mujeres somos por excelencia fuentes de vida nos convierte a la vez en un importante objetivo de guerra.

En los 11 años que han pasado desde la masacre de Acteal, el gobierno mexicano ha firmado los protocolos facultativos de la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (2002), y de la Convención Contra la Tortura (2005). así como la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer (Convención Belem do Pará 1998). Estos compromisos internacionales han sido letra muerta y no han limitado ni frenado a las fuerzas represivas del Estado. En estos 11 años nos ha tocado documentar la violación sexual de las mujeres de Atenco por parte de efectivos policiacos; la violación y asesinato de Ernestina Ascención Rosario, por parte de cuatro efectivos del Ejército en la Sierra de Zongolica, en el estado de Veracruz; la violación y tortura de Inés Fernández Ortega, en Ayutla de los Libres, Guerrero, por parte de militares, por mencionar dos de los casos más denunciados. Pero no se trata de casos aislados pues, según reportes de Amnistía Internacional, desde 1994 a la fecha se han documentado 60 agresiones sexuales contra mujeres indígenas y campesinas por parte de integrantes de las fuerzas armadas, sobre todo en los estados de Guerrero, Chiapas y Oaxaca (precisamente estados en donde hay una gran efervescencia organizativa).

La resolución de la Suprema Corte de Justicia en torno a Acteal nos confirma que el gobierno mexicano no sólo ha fallado en prevenir y sancionar el feminicidio, entendido en un sentido amplio cómo una categoría que incluye toda aquella muerte prematura de mujeres ocasionada por una inequidad de género caracterizada por la violación histórica, reiterada y sistémica de sus derechos humanos y civiles, como nos lo ha demostrado la investigación promovida por la 59 Legislatura sobre violencia feminicida en México, sino que ha sido indirecta y directamente responsable de la utilización de la violencia física y sexual como estrategias represivas contra los movimientos sociales. Para el caso Acteal y para todos los otros casos de violencia de género documentados, exigimos que el gobierno mexicano cumpla con los compromisos internacionales adquiridos y haga justicia castigando a los culpables.

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